Lástima que no fuera posible verlo juntos

Por Godo de Medeiros

La sucesión de sonidos agradablemente lúgubres ocupó mi mente desde las primeras horas del sábado; fue una especie de melodía gestándose tal vez en la superficie donde se asienta el polvo de las esperanzas que se han ido fracturando con el tiempo.

En el amanecer del domingo, aquella música tomó la forma de las travesuras, de las jugadas espectaculares y de los instantes más dramáticos en el crepúsculo de su vida: la displasia y luego la dislocación definitiva.

A lo lejos, mientras tanto, los jugadores de Argentina y Francia se preparaban para el enfrentamiento decisivo en el epílogo de un Mundial que sin dudas echó de menos a quienes buscando la dicha que confiere el pan sobre la mesa encontraron la fatalidad construyendo los estadios.

Y mientras en mi pecho los sonidos atacaban como la necesidad de un abrazo cuando se lleva el alma rota, recordé el partido memorable entre Bélgica y Canadá por ese futbol desenfadado que yo entiendo como la manera más honesta de retribuir el afecto de un público ávido de momentos que le hagan olvidar la hostilidad de quienes promueven el odio antes que la fraternidad.

Lástima que la vida nos negara la ocasión de compartir la felicidad de aquel partido entre España y Costa Rica, no por el marcador desfavorable a la digna representante de Centroamérica cuanto por la belleza de un juego generoso cuya espontaneidad y decencia contrastaron con la agresividad de un fanatismo madridista que erró en sus pronósticos y vaticinios porque éstos no nacieron de la observación serena y ecuánime sino del rencor y la arrogancia.

Catar 2022 fue, finalmente, un Mundial excepcional.

Lástima que no fuera posible verlo juntos.

Nos dio felicidad y nos mostró realidades ajenas a lo que habitualmente vemos: Instantes memorables como esa jugada entre Messi, Álvarez, MacAllister y Di María que significó el 2-0 momentáneo que no obstante remontaría una épica versión africana de Francia que en el minuto 120 pudo haber aniquilado las ilusiones de la segunda región más apaleada del planeta.

Cayó la tarde y con ella la música atacó de nuevo. Le recordé jugando a la pelota en las mañanas de neblina y brisa, la recordé en aquel último gesto cuando asombrosamente se puso de pie y caminó hasta el patio para regresar al lecho del que no volvería a levantarse.

Y mientras la noche del domingo avanzaba con aquellos sonidos atacando mis entrañas, cerré los ojos y recordé aquel suspiro prolongado con el que decidió despedirse de nosotros y del mundo. 

Entendí entonces que la voluntad hace posible la belleza y que lo bello es hondamente triste.

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